Acantilado
Aunque la tarde ya está algo avanzada, el sol sigue en lo alto. Las nubes que habían cubierto el cielo desde la mañana han desaparecido. Sus restos flotan en el horizonte, y parecen cordones deshilachados en el cielo azul.
Sobre el acantilado, la brisa marina es ligera y agradable, pero impide que el cuerpo llegue a entrar en calor con el sol. El mar ondula ligeramente, como queriendo dar espectáculo de olas pero sin mucha convicción.
Donde las olas rompen contra las rocas, rocas de un gris pálido bandeado con negro casi brillante, el mar toma un color turquesa, quizá mezcla del azul profundo del resto del océano y el blanco de la espuma, o quizá delatanda un fondo más somero del esperado.
Pedazos de acantilado puntean las aguas, como si un gigante descuidado hubiera venido, golpeado la pared con un martillo, y tras llevarse algún tesoro desconocido hubiera dejado los pedazos de roca resultantes esparcidos, sin orden ni concierto, en el mar.
A lo lejos, la línea de acantilados se va difuminando, el gris de las rocas y verde de la vegetación que las cubre fundiéndose, cada cabo un poco menos enfocado, hasta que el más lejano apenas se distingue del cielo, confundiéndose con una nube que se hubiera cansado, y estuviera reposando sobre la superficie en lugar de flotar sobre ella.
Ellos descansan sobre la hierba, entre altos tallos, verdes por la lluvia habitual, pero secos por el sol reciente. A escasos metros, un parche de flores blancas y rosas se mece al viento. Una mariposa del tamaño de una mano, negra con motivos naranjas, revolotea entre los pétalos.
Ella se ha quitado los zapatos, y juguetea con las hierbas a sus pies entre los dedos, en apariencia delicados, pero duros en la planta a fuerza de caminar entre las rocas buscando cangrejos.
Él ronca livianamente, recostado con su espalda sobre la manta de cuadros rojos y marrones que han traído. Apenas le deja sitio a ella. El sol incide sobre su tripa, y ayuda a digerir la lubina que han comido, demasiado tarde y demasiado chamuscada, pero que les ha sabido a gloria. Su pierna derecha, en alto, se apoya sobre la rodilla izquierda, en un equilibrio que ella nunca entiende cómo se mantiene.
Ella mira el mar, el mecer de las olas. De la bahía a su izquierda parte un velero, ladeado contra el viento que parece quererle impedir salir de puerto. Antes no se notaba, este viento que se está levantando. Él se va a quedar frío si sigue así. Pleamar ha sido hace poco, el velero parte con la marea a faenar. Ellos también tendrán que regresar, pronto.