Mi primera acción de gracias

Llevo unos meses viviendo en Praga, la preciosa capital de la República Checa. Es una experiencia curiosa, vivir en un país donde uno no entiende el idioma. Ni el hablado por la gente de alrededor, ni el escrito en carteles y papeles, que es tan distinto del español que ni se puede intentar adivinar lo que quiere decir. Pero tengo que leerme de una vez “El Extranjero” de Camus, que no quiero repetir nada que ya haya sido dicho mejor de lo que yo podría.

Además, al final uno se maneja simplemente con sonrisas y gestos internacionales y siendo un poco observador. En este mundo en el que la mayoría de los que le acompañan en el tranvía va escuchando su música o perdido en sus pensamientos, hablar muchas veces ni siquiera es necesario. Lo que las señoras quieren es, en el supermercado, que les alcance algo de los estantes de arriba. En el tranvía, que les ayude a aupar el carrito del bebé. Yo por si acaso nunca me siento, que hay mucha gente mayor y no está uno por ofender. Y responder con una sonrisa a las fórmulas de cortesía recibidas siempre es una buena solución, mejor parecer apocado y poco hablador que desagradecido.

El caso es que uno se acaba juntando con los colegas internacionales, como es también de esperar. Los checos van a lo suyo y en su idioma, y resulta mucho más fácil congeniar con gente que está en la misma situación (¡y sobre todo, con la que me entiendo, aunque sea en inglés!).

Y en esas estamos que mi amigo John, de los Estados Unidos de América, nos invitó a otro colega y a mí a una cena de acción de gracias, importante tradición americana. En la cena nos encontramos a un grupo grande de estadounidenses, que por lo visto son una comunidad relativamente numerosa en Praga.

Buscando la bebida bajo órdenes de mi anfitrión, descubrí en la cocina una botella de plástico, como de las de litro de Coca-Cola, con un líquido sin identificar en su interior. John me explicó que era vino, recién servido de la barrica de la vinoteca de la esquina. Aparentemente es más fresco así. Puede que sí, pero el vino no se salvaba ni con gaseosa. Echo de menos los vinos españoles, que llegan poco a esta parte de Europa, dominando los italianos, franceses, y por supuesto, moravos.

Ya sentados a comer, me fue presentado el pavo, un pájaro enorme del que me advirtió mi anfitrión que no era nada del otro mundo y que siempre estaba seco. No sé si fue la habilidad de la cocinera o el buen ambiente, pero a mí no me disgustó. Además había mucha variedad de comida, ya que por lo visto es tradición que los comensales aporten platos diversos. Yo llevé un par de tortillas de patata, como no podía ser de otra manera. No tuvieron mucho éxito, no sé si no pegaban mucho con el resto de la comida o simplemente no me quedaron muy allá. De todos modos, yo me quedé con la satisfacción del deber cumplido.

Y además aprendí una nueva palabra en inglés: “gravy”. Aparentemente era lo que salvaba al pavo, así que supuse que se referían a la salsa, o “sauce”. Pero me explicaron mis anfitriones anglófonos que “sauce is more runny, gravy more thick.” Vamos, que una salsa espesilla, en comparación con otras salsas que puedan estar más líquidas.

Y al final, en la cena también acabamos los internacionales juntándonos. Sólo que esta vez los internacionales incluíamos a una chica checa, perdida entre tanto americano, y no a éstos, que se juntaron entre ellos. Ya se conocían de antes, pero puede que también estuvieran un poco nostálgicos en unas fechas para ellos muy de celebrar en familia. Pero los europeos (italiano, alemán, checa, británico…, y por supuesto español) compartimos alegremente la que era para muchos nuestra primera acción de gracias, comparando lo que se nos había ocurrido responder cuando los anfitriones nos habían pillado a contrapié preguntándonos por qué dábamos gracias esa noche. Y quizá tendríamos que haber dicho por el inglés, al fin y al cabo.